Siempre
había escuchado que la realidad supera a la ficción. Esa es una frase
hecha, mil veces repetida por transeúntes ignorantes al encararse frente
a un hecho que, desde su pobrísima concepción de mundo, escapa de lo
común. Una idea idiota y falsa, desperdigada, esparcida como veneno
sobre las personas. Lo cierto es que no existe realidad ni ficción, o al
menos yo no puedo vislumbrar ninguna diferencia entre una y otra. Para
mí, sólo existen historias. Pero, hasta aquella mañana, había vivido
historias aburridas y predecibles. Nada aterrador, cómico, emocionante,
claustrofóbico, espiritual, irónico, divino, o una pizca interesante. Me
pertenecía la historia de una estudiante, simple y promedio, de una
universidad anónima entre tantas otras… respirando en una ciudad
cualquiera. Pero las historias suelen girar, complementarse, fundirse,
traspasarse. Y lo hacen en momentos impredecibles para los
protagonistas.
Entro
al baño sin mucho apuro, sin mayor necesidad. Para cumplir un trámite,
por así decirlo. La puerta que da al pasillo está semi abierta, y en el
interior una muchacha lava sus manos. Su pelo tiene un tinte rubio
gastado, sin brillo ni naturalidad, con tres centímetros de raíz oscura
sobresaliendo; su ropa es una mezcla de estilo deportivo y hippie venido
a menos, con pantalones de buzo y poncho de lana; sus manos son
delgadas, de dedos largos y uñas claras, se mueven con velocidad bajo el
agua que desciende desde la llave del lavamanos abierta; la expresión
de su rostro es incognoscible (incognoscible, que extraña
palabra. Me pregunto como podemos conocer que no podemos conocer algo…).
Los detalles de la muchacha me llegan al mismo tiempo, pero no logro
procesarlos. Es una mirada rápida, sin ver. Ella levanta su vista y me
mira un instante. Idéntico: ver sin ver. Creo que nadie ve a nadie en
los baños públicos. O, más bien, nadie desea ver a nadie, simplemente
nos limitamos a sentir extrañas presencias que invaden nuestra
privacidad inexistente.
Desvío
la mirada y me dirijo a los precarios cubículos individuales. Debo
subir un pequeño escalón y al momento recuerdo cuanto odio despierta en
mi interior ese simple hecho: que los cubículos estén un nivel sobre el
resto del baño. Dejo el pesado bolso, cargado de cuadernos de hojas
manchadas con información vaga, dibujos ociosos y conversaciones entre
clases, que llevaba colgando de mi hombro en el suelo embaldosado.
Cierro la puerta del cubículo y deslizo con lentitud el pestillo para
cerrarla.
Ahí es cuando sucede.
Mi
mano derecha no puede desprenderse del pestillo cerrado, mis pies no
logran moverse ni reaccionar de ninguna forma, mis manos, mis brazos, mi
cabeza… Mi cuerpo completo no me responde. Sin embargo, mi respiración
se acelera súbitamente. Mi pulso sanguíneo retumba en mis oídos, como
esos tambores de tribus africanas que muestran en los viejos
documentales que repiten en Televisión Nacional los domingos en la
tarde. El golpeteo es acompasado, con un ritmo específico y constante.
Un golpeteo melodioso. La puerta exterior del baño, que yo había cerrado
al entrar, se comienza a abrir lentamente. Lo sé porque puedo escuchar
los chirridos resbalosos a través del tambor de mis pulsaciones. Pero
otro sonido opaca al de la puerta abriéndose. Es un grito, uno de mujer
bastante agudo, pulmóneo, digno de protagonista de película de terror
adolescente norteamericana.
La chica rubia desteñida está gritando con todas sus fuerzas.
Intento
moverme, mis manos, mis piernas, mi cabeza. Todo resulta infructuoso.
Una imagen llega a mi mente: juegos de niños, cuando un toca al otro con
la palma de su mano y le dice “congelado”. Así es como me siento. Todos
mis intentos por moverme fracasan. El pestillo no se mueve ni un
milímetro. La muchacha se ahoga, se calla, cae al piso. Yo escucho todo
atentamente, con los tambores africanos de banda sonora. Pero un nuevo
sonido entra a jugar en la improvisada sinfonía. Alguien o algo avanza
desde la puerta. Pero este nuevo sonido es un no sonido. No lo
puedo escuchar, porque me recuerda a zapatos de tacón caminando sobre
las baldosas, a neumático de auto frenando intempestivamente en una
esquina mal asfaltada, a patas traseras de langosta intergaláctica que
va dejando rastros de pus y sangre. Es ningún sonido y todos. Incognoscible,
que graciosa palabra. Pero eso no es importante. Lo que importa es que
el no sonido me indica que … avanza desde la puerta.
Escucho
como la muchacha se arrastra, sus zapatillas rechinan al contacto de
las baldosas mojadas. Su respiración se vuelve más agitada que la mía,
comienza a sollozar. Palabras salen de su boca, supongo que son ruegos
mezclados con preguntas a medio formular, salmos perdidos entre gemidos.
El no sonido avanza aumentando su velocidad, que en un principio era
precaria. Llega a poca distancia desde donde escucho la respiración de
la chica. Un nuevo sonido, tan real y cercano que me extraña no estar
directamente frente a su procedencia. Un sonido que, hasta ese instante,
me era desconocido. Le siguió uno conocido: un líquido derramado con
violencia, salpicando piso, paredes, puertas y lavamanos, o al menos así
me lo parece. Ya no escucho la respiración de la muchacha, es
reemplazado por el gutural y agobiante sonido de un animal devorando
comida con vehemencia. Este nuevo sonido perdura solo pocos segundos. El
no sonido se aleja, lentamente, y sale del baño… cerrándose la puerta
detrás de él.
Al
oír ese clic metálico de la puerta cerrándose mi cuerpo reacciona,
descorro violentamente el pestillo y abro de un golpe la puerta. Mis
ojos se enfrentan a lo que antes sólo pude escuchar: el piso del baño
está inundado en sangre. Las paredes, los lavamanos, los espejos, las
puertas, parte del techo también están manchados. Es sangre aún tibia,
lo puedo notar por las ligeras volutas de vapor que se elevan formando
pequeños círculos. Bajo del escalón que odio y miro en dirección de
donde debiera encontrarse la chica, de donde mi cerebro situó por última
vez el sonido de su respiración. En ese lugar sólo veo un cuerpo
abierto, rasgado desde el bajo vientre hasta el pecho, sus órganos
sobresalen de forma sanguinolenta y burda, como en los efectos de
películas de bajo presupuesto: un poco de salsa de tomate y todo está
listo. El rostro de la chica está desfigurado, su boca entreabierta, tal
vez en un último intento de lanzar un grito; su cabello está empapado
en sangre, lo que mejora bastante su aspecto al pasar desde un rubio
horrible a un rojo furioso. Me odio inmediatamente por ese pensamiento.
Me acerco y mis pasos resuenan, salpicando la sangre del piso. Recuerdo
el sonido para mi desconocido y lo asocio a la escena que se presenta
ante mis ojos: aquél era el eco de un cuerpo partiéndose.
Fuente Imagen |
Por
alguna extraña razón me agacho y apoyo mi mano sobre su corazón
expuesto. Al parecer, es lo único totalmente indemne que queda. Retiro
mi mano y la roja sangre que se había posado en ella regresa al cuerpo
en el piso. Mi mano queda limpia, sin la menor mancha. Asombrada, repito
la acción. Obtengo el mismo resultado. Lo intento una vez más. Igual.
Bajo la mirada y observo como mis zapatos, que debieran estar empapados
en sangre, están completamente limpios. Salto y salpico. Me mancho
adrede. Ninguna mancha de sangre carmesí se queda impregnada. Entonces
comprendo. Levanto mi mirada y me veo reflejada en los espejos sucios.
Me veo tal cual soy. Me veo como no lo he vuelto a hacer. Le sonrío a mi
reflejo. Me volteo, recojo el bolso del suelo del cubículo, me acerco
lentamente a la puerta de salida. Mi mano se apoya en el pomo de la
puerta, el pomo con sangre. “Así que llegó hasta aquí”, pienso con algo
de picardía. Abro la puerta, afuera pasan unos cuantos estudiantes,
ninguno me mira. Salgo. Me volteo. Escucho con inmensa satisfacción el
cálido clic metálico al cerrar la puerta.
Autora: Ratona De las calabazas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario