14 de diciembre de 2012

Ficción


Siempre había escuchado que la realidad supera a la ficción. Esa es una frase hecha, mil veces repetida por transeúntes ignorantes al encararse frente a un hecho que, desde su pobrísima concepción de mundo, escapa de lo común. Una idea idiota y falsa, desperdigada, esparcida como veneno sobre las personas. Lo cierto es que no existe realidad ni ficción, o al menos yo no puedo vislumbrar ninguna diferencia entre una y otra. Para mí, sólo existen historias. Pero, hasta aquella mañana, había vivido historias aburridas y predecibles. Nada aterrador, cómico, emocionante, claustrofóbico, espiritual, irónico, divino, o una pizca interesante. Me pertenecía la historia de una estudiante, simple y promedio, de una universidad anónima entre tantas otras… respirando en una ciudad cualquiera. Pero las historias suelen girar, complementarse, fundirse, traspasarse. Y lo hacen en momentos impredecibles para los protagonistas.

Entro al baño sin mucho apuro, sin mayor necesidad. Para cumplir un trámite, por así decirlo. La puerta que da al pasillo está semi abierta, y en el interior una muchacha lava sus manos. Su pelo tiene un tinte rubio gastado, sin brillo ni naturalidad, con tres centímetros de raíz oscura sobresaliendo; su ropa es una mezcla de estilo deportivo y hippie venido a menos, con pantalones de buzo y poncho de lana; sus manos son delgadas, de dedos largos y uñas claras, se mueven con velocidad bajo el agua que desciende desde la llave del lavamanos abierta; la expresión de su rostro es incognoscible (incognoscible, que extraña palabra. Me pregunto como podemos conocer que no podemos conocer algo…). Los detalles de la muchacha me llegan al mismo tiempo, pero no logro procesarlos. Es una mirada rápida, sin ver. Ella levanta su vista y me mira un instante. Idéntico: ver sin ver. Creo que nadie ve a nadie en los baños públicos. O, más bien, nadie desea ver a nadie, simplemente nos limitamos a sentir extrañas presencias que invaden nuestra privacidad inexistente.
Desvío la mirada y me dirijo a los precarios cubículos individuales. Debo subir un pequeño escalón y al momento recuerdo cuanto odio despierta en mi interior ese simple hecho: que los cubículos estén un nivel sobre el resto del baño. Dejo el pesado bolso, cargado de cuadernos de hojas manchadas con información vaga, dibujos ociosos y conversaciones entre clases, que llevaba colgando de mi hombro en el suelo embaldosado. Cierro la puerta del cubículo y deslizo con lentitud el pestillo para cerrarla.

Ahí es cuando sucede.

Mi mano derecha no puede desprenderse del pestillo cerrado, mis pies no logran moverse ni reaccionar de ninguna forma, mis manos, mis brazos, mi cabeza… Mi cuerpo completo no me responde. Sin embargo, mi respiración se acelera súbitamente. Mi pulso sanguíneo retumba en mis oídos, como esos tambores de tribus africanas que muestran en los viejos documentales que repiten en Televisión Nacional los domingos en la tarde. El golpeteo es acompasado, con un ritmo específico y constante. Un golpeteo melodioso. La puerta exterior del baño, que yo había cerrado al entrar, se comienza a abrir lentamente. Lo sé porque puedo escuchar los chirridos resbalosos a través del tambor de mis pulsaciones. Pero otro sonido opaca al de la puerta abriéndose. Es un grito, uno de mujer bastante agudo, pulmóneo, digno de protagonista de película de terror adolescente norteamericana.

La chica rubia desteñida está gritando con todas sus fuerzas.

Intento moverme, mis manos, mis piernas, mi cabeza. Todo resulta infructuoso. Una imagen llega a mi mente: juegos de niños, cuando un toca al otro con la palma de su mano y le dice “congelado”. Así es como me siento. Todos mis intentos por moverme fracasan. El pestillo no se mueve ni un milímetro. La muchacha se ahoga, se calla, cae al piso. Yo escucho todo atentamente, con los tambores africanos de banda sonora. Pero un nuevo sonido entra a jugar en la improvisada sinfonía. Alguien o algo avanza desde la puerta. Pero este nuevo sonido es un no sonido. No lo puedo escuchar, porque me recuerda a zapatos de tacón caminando sobre las baldosas, a neumático de auto frenando intempestivamente en una esquina mal asfaltada, a patas traseras de langosta intergaláctica que va dejando rastros de pus y sangre. Es ningún sonido y todos. Incognoscible, que graciosa palabra. Pero eso no es importante. Lo que importa es que el no sonido me indica que … avanza desde la puerta.

Escucho como la muchacha se arrastra, sus zapatillas rechinan al contacto de las baldosas mojadas. Su respiración se vuelve más agitada que la mía, comienza a sollozar. Palabras salen de su boca, supongo que son ruegos mezclados con preguntas a medio formular, salmos perdidos entre gemidos. El no sonido avanza aumentando su velocidad, que en un principio era precaria. Llega a poca distancia desde donde escucho la respiración de la chica. Un nuevo sonido, tan real y cercano que me extraña no estar directamente frente a su procedencia. Un sonido que, hasta ese instante, me era desconocido. Le siguió uno conocido: un líquido derramado con violencia, salpicando piso, paredes, puertas y lavamanos, o al menos así me lo parece. Ya no escucho la respiración de la muchacha, es reemplazado por el gutural y agobiante sonido de un animal devorando comida con vehemencia. Este nuevo sonido perdura solo pocos segundos. El no sonido se aleja, lentamente, y sale del baño… cerrándose la puerta detrás de él.

Al oír ese clic metálico de la puerta cerrándose mi cuerpo reacciona, descorro violentamente el pestillo y abro de un golpe la puerta. Mis ojos se enfrentan a lo que antes sólo pude escuchar: el piso del baño está inundado en sangre. Las paredes, los lavamanos, los espejos, las puertas, parte del techo también están manchados. Es sangre aún tibia, lo puedo notar por las ligeras volutas de vapor que se elevan formando pequeños círculos. Bajo del escalón que odio y miro en dirección de donde debiera encontrarse la chica, de donde mi cerebro situó por última vez el sonido de su respiración. En ese lugar sólo veo un cuerpo abierto, rasgado desde el bajo vientre hasta el pecho, sus órganos sobresalen de forma sanguinolenta y burda, como en los efectos de películas de bajo presupuesto: un poco de salsa de tomate y todo está listo. El rostro de la chica está desfigurado, su boca entreabierta, tal vez en un último intento de lanzar un grito; su cabello está empapado en sangre, lo que mejora bastante su aspecto al pasar desde un rubio horrible a un rojo furioso. Me odio inmediatamente por ese pensamiento. Me acerco y mis pasos resuenan, salpicando la sangre del piso. Recuerdo el sonido para mi desconocido y lo asocio a la escena que se presenta ante mis ojos: aquél era el eco de un cuerpo partiéndose.

Fuente Imagen

Por alguna extraña razón me agacho y apoyo mi mano sobre su corazón expuesto. Al parecer, es lo único totalmente indemne que queda. Retiro mi mano y la roja sangre que se había posado en ella regresa al cuerpo en el piso. Mi mano queda limpia, sin la menor mancha. Asombrada, repito la acción. Obtengo el mismo resultado. Lo intento una vez más. Igual. Bajo la mirada y observo como mis zapatos, que debieran estar empapados en sangre, están completamente limpios. Salto y salpico. Me mancho adrede. Ninguna mancha de sangre carmesí se queda impregnada. Entonces comprendo. Levanto mi mirada y me veo reflejada en los espejos sucios. Me veo tal cual soy. Me veo como no lo he vuelto a hacer. Le sonrío a mi reflejo. Me volteo, recojo el bolso del suelo del cubículo, me acerco lentamente a la puerta de salida. Mi mano se apoya en el pomo de la puerta, el pomo con sangre. “Así que llegó hasta aquí”, pienso con algo de picardía. Abro la puerta, afuera pasan unos cuantos estudiantes, ninguno me mira. Salgo. Me volteo. Escucho con inmensa satisfacción el cálido clic metálico al cerrar la puerta. 

Autora: Ratona De las calabazas.

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