13 de diciembre de 2012

Juana

La celda estaba oscura pero ella no lo había notado. Le había solicitado a las sirvientas que se retiraran hace horas, avisando que deseaba orar a solas. Desde ese momento se había hincado, mas no para orar. Simplemente había dejado a su tristeza fluir, anegando sus ojos. Extrañaba tanto la corte virreinal que lo sentía como un dolor permanente en el pecho, ahogando no solo su respiración sino que también ideas y pensamientos. No se explicaba cómo se había dejado convencer para alejarse de ella. Pero tras horas de rodillas volvió a su reflexión original: no tenía otra salida. No existe un lugar para una mujer en el mundo de las ideas. Ni siquiera a la protegida de la virreina se le permitiría tal honor.

Extrañaba a sus amigos, las tertulias, a su amada virreina y, sobretodo, a Leonor. Ya no podía soportarlo, tener que sacrificar todo y a todos por dedicarse a su pasión. Juana se debatió entre sus amores y pasiones toda la noche, sollozando a veces y otras en silencio. Una luz anaranjada comenzó a inundar el habitáculo, distrayéndola momentáneamente de sus cavilaciones. Miró hacia la ventana y notó como aun faltaban al menos dos horas para el claro del alba. La luz provenía desde algún lugar del entrepiso, sin embargo, no lograba identificar su procedencia. Juana se levantó y comenzó a pasearse por la celda en busca de la fuente del faro luminoso cuando un segundo suceso llamó su atención.

El espejo de bronce de su recámara, que era más alto que la propia Juana, también se hallaba sumergido en la cálida luz, pero poco a poco una nueva forma iba apareciendo en el reflejo. Un color azul vaporoso parecía ir conformando un vestido suelto con bordes difuminados. Quién vestía estos trajes fue conformándose paulatinamente, hasta que finalmente tuvo una apariencia identificable. Juana vio en el reflejo de su espejo a una hermosa mujer de piel clara, ojos azules y ondulado cabello color fuego. Un lucero brillaba en la esquina izquierda del espejo, otorgándole luz propia a la joven. Ella le extendía ambos brazos, ofreciéndole un objeto. Juana se acercó y pudo distinguir como la mujer le ofrecía un rosario con ambas manos. También pudo notar que la mano izquierda de la dama se afirmaba en el borde del espejo.

Sin palabras observó a la mujer enmudecida, sus pensamientos fluyendo en una ola imparable. Sin duda sus temores y dudas, sus penas y las injusticias le había acarreado un milagro. Se lamentó un momento ya que, sin duda, después de este hecho estaría obligada a creer en Dios y en los milagros. Esperó una acción por parte de la figura en el espejo sin obtener respuesta. Ella solo extendía los brazos, ofreciendo las blancas cuentas que colgaban de sus manos. 

-¿Quién eres?-fue la única pregunta que pudo nacer de los labios de Juana.

La respuesta la escuchó directamente en su consciencia. Y Juana supo que su destino era escribir, sin importar los sacrificios ni penurias. Sí, su vida languidecería en aquel claustro y moriría de una enfermedad horrible sola en su celda. Sí, sus últimos años estarían restringidos a las labores exclusivas de una monja, dejando de lado todo por lo cual ella vivía. Y sí, ella aceptaría este alto precio. Porque la doncella del espejo le había prometido la eternidad. Juana se acercó al espejo y aceptó el precioso rosario de perlas que le alcanzaba a través del espejo. Lo apretó con ternura contra su pecho. Un verso por cada cuenta.

-Pero, ¿qué haré si dudo? ¿Qué haré cuando se acaben las cuentas?

Y reina Mab, desapareciendo entre la nebulosa azul, le susurró estas palabras: Comienza otra vez.

Autora: Ratona De las calabazas.

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